Notas de un viaje en taxi

Esta entrada comienza en el interior de un taxi. Dos viajeros sentados en lados opuestos del asiento trasero, se miran cada cierto intervalo y después se reacomodan para disimular el miedo que crece cuando el conductor decide hacer otra desviación. En realidad, hablar de desviación es tener algo de optimismo: desde el primer desvío de Beşiktaş Caddesi, los pasajeros han perdido todo resto de orientación, de manera que ya les cuesta decidir si un giro los pone de nuevo en ruta o los desvía aún más del destino.

Hasta donde se sabe, los viajeros desean llegar a la zona de Ortaköy, donde esperan cambiar los hábitos cárnicos de los últimos días, por algo más relacionado con los hidratos de carbono: un flamante kumpir. Si esta entrada fuese una película de Wes Anderson, se escucharía un “este es un kumpir” en voz en off y aparecería una imagen de una papa sobrecrecida partida justo en medio y rellena de ingredientes de tantos colorines como un cuadro de Kandinsky. Pero, ya que esta entrada no es una película de Wes Anderson, no aparece aún esa imagen humeante que motivó a los viajeros a tomar un taxi cerca de Kabataş, cuando salieron del Palacio de Dolmabahçe.

En general, puede no ser buena idea subirse al taxi de un hombre que no habla ni comprende el inglés (especialmente si su lengua es el turco). Sin embargo, la prisa, el hambre y la demora de aquel autobús, sumadas a la evidente comprensión de las palabras Ortaköy y kumpir entre el viajero No. 1 y el conductor del vehículo, parecen sugerir que no es un error después de todo. Finalmente, aparte de la excesiva velocidad que caracteriza a un turco al volante y de unas cuantas probabilidades de colisión con los autobuses —el hombre del taxi asoma la cabeza imprecando al que conduce el autobús y entonces, ah, los recuerdos de la Patria. Pero, ¿no que no había autobuses?—, todo marcha muy correctamente, hasta que emerge adelante lo que en Colombia se conoce como trancón, representado por el “Wes” ficticio con imágenes de un embotellamiento descomunal. Entonces, habiendo ya sobrevivido al freno estrepitoso, al hambre y a la tos (viajero No. 2 está enfermo), el chófer decide girar a la izquierda por una cuesta que parece cada vez más empinada, subiendo a una velocidad vertiginosa, mientras ambos pasajeros se miran y probablemente gesticulan y hablan sin temor a ser entendidos, no tanto por el español nulo del conductor, como por el hecho de que este simultáneamente vaya soltando sus propias frases molestas a un público que no comprende.

Puede que entonces viajero No. 1 decida quitar su dedo índice del mapa, sabiendo que de todas maneras ya todo está perdido (literalmente hablando), y que viajero No. 2, haciendo una evaluación rápida de la situación, se dé cuenta de lo precario del asunto, por el hecho de que viajero No. 1 no se haya dormido aún en el transcurso de esos diez minutos.

Quizá aquí es donde comenzó esta entrada. El taxi ha llegado a la parte más alta de una zona residencial y empieza a descender por calles estrechas por las que cabe un solo vehículo. Además de los gatos y de esa especie de tristeza o hüzün que ya describía Pamuk, no hay viandantes, ni un solo habitante rezagado que pueda contemplar desde lejos el nerviosismo entre silencioso y risueño de los pasajeros. Una situación que no dura mucho, el taxi desemboca al fin en una ancha avenida colapsada por todos los vehículos de uso público y particular de Estambul, arremolinándose para marchar en excursiones familiares de domingo. Cientos de automotores conducidos por sendos chóferes turcos, embravecidos como un torrente represado y el taxi zigzagueando entre los espacios intermitentes hacia quién sabe dónde, las vidas de los viajeros 1 y 2 sacrificadas por el kumpir.

Los recuerdos de aquellos atascos de otrora (Bogotá y Medellín) sugieren que ese viaje que ya lleva unos veinte minutos, se alargará otro tanto, a menos que el taxi venturoso despliegue un par de alas y se eleve por entre el latón y el asfalto, hasta aterrizar en las proximidades del Bósforo. Y, sin embargo, lo único que se alza con toda la energía en reserva es la voz del conductor, ese reservorio turco de frases en turco, porque todo es Turquía: un estado febril entre la nostalgia, un apartado europeizado y asiatizado de algo que es más una cosa en medio.

“¿Por qué queríamos kumpir?”, se pregunta viajero No. 2, mientras viajero No. 1 calla. Sostiene su teléfono móvil en la mano, dubitativo entre el uso o no del roaming para asegurar posiciones, aunque de cualquier manera estando o no estando lejos, la única alternativa sea esperar que los vehículos de adelante se marchen uno a uno y que el taxímetro deje de avanzar más rápido que el tiempo, sumando liras a la misma velocidad con que se incorporan automóviles detrás.

Si esta entrada fuera una película de Anderson, después de unos cuarenta minutos una voz en off diría “este es el puente sobre el Bósforo que une Ortaköy y Üsküdar, o Europa y Asia”, con una imagen monumental del puente. Puede que sea eso mismo lo que el conductor del taxi esté diciendo en toda su fraseología en turco, con la que viajeros No. 1 y 2 dudan entre descender del vehículo o esperar. Luego vienen las señas, algo que se entiende más o menos como bajar, ir recto y girar a la izquierda. Obedientes, aliviados y con la presunción de que Europa les hace mal al volverlos comodistas, se internan en una zona comercial a orilla del Bósforo, donde el puente, el mar, las luces y una especie de bullicio de domingo como si dejaran el hüzün en casa, recuerdan esa otra vieja fraseología de «todo es parte del paseo».

«Estos son viajero No. 1 y un kumpir».

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Epílogo

Los viajeros No. 1 y 2 hicieron su regreso hasta el puerto de Kabataş a pie. Ningún viajero sufrió daños durante el rodaje de esta entrada.

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